Cada 13 de junio se conmemora el Día del Escritor en Argentina, en honor al natalicio de Leopoldo Lugones, fundador de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y autor de 35 obras en vida. Aquí una nota a propósito de quienes escribimos en todas sus formas.Cuando en la Jornada por el Día del Traductor en Rosario (2010) le pregunté a Angélica Gorodischer si acaso no solía volver sobre sus textos con ganas de seguir corrigiendo, suprimiendo, poniendo, sacando, volviendo a escribir, etcétera, pensó apenas un segundo y respondió que esa práctica correspondía más bien a algunos de sus colegas, pero que ella no solía experimentarla. Personalmente, como traductora, todavía hoy me sorprende su respuesta; como escritora, la creo en parte afortunada y, por entonces, pensé algo así como: “Esta mujer está escapando del mal que nos aqueja a tantos otros, esos otros que formamos parte de un mismo cuerpo y que también escribimos”. “Aún si nunca hubiesen existido las gomas de borrar ni aquella tecla a la que suelo recurrir cuando escribo en la computadora, mi afán por la revisión y la rerevisión no dejaría de ser insaciable”. Hace unos años me topé con el artículo de Michael Cunningham Encontrados en la traducción en la Revista Ñ (traducción del original Found in Translation por Joaquín Ibarburu). Entre tantas conclusiones que el texto manifiesta, me apodero de esta más que de ninguna otra: “Si el libro en cuestión sale bien, no es nunca el libro que uno había querido escribir”. ¡Pero claro! Es que hasta el escritor menos perfeccionista, hasta aquel que se dice menos autoexigente y más espontáneo siente, antes o después, aunque sea por una vez, que podría haber traducido sus ideas en una prosa más digna, en un verso un poco menos locuaz. Y esta sensación de que al texto le falta o le sobra no dista de la de muchos traductores de idiomas, sobre todo si se trata de traductores literarios. Si se traduce y se está conforme con el producto final un momento, al siguiente la gloria de haber logrado un trabajo inmejorable desaparece, y ya entra uno a querer hacer cambios que, muchas veces y por razones de tiempos u otras exigencias, se estancan en las ganas del traductor y ahí quedan. ¿Y no es natural que esto nos ocurra? Se trata de la insatisfacción que siente el actor cuando interpreta sus líneas con menos histrionismo que tras bambalinas, lo cual le resulta terriblemente inexplicable. Incluso podríamos encontrar semejanza con el descontento que persigue al músico cuyos ojos lo traicionan al leer una partitura en público, y jamás, jamás, le había ocurrido esta falla en la intimidad de sus ensayos. Hacia el final del artículo, Michael Cunningham sugiere que “nos encontramos en una búsqueda, y no nos desalienta la sospecha colectiva de que la perfección que buscamos en el arte tiene tantas posibilidades de aparecer como el Santo Grial […]”. Por mi parte, confieso que aún si nunca hubiesen existido las gomas de borrar ni aquella tecla a la que suelo recurrir cuando escribo en la computadora, mi afán por la revisión y la rerevisión no dejaría de ser insaciable. Pero en cuanto a buscar la perfección, me parece que la cuestión de búsqueda va más allá de querer hacer que todo cuadre, que la prosa suene perfecta y el verso lo menos errático posible. El escritor es ante todo un ser humano, influenciado por cambios ajenos e internos. No es novedad observar que cada decisión que tomamos (y cada decisión que toman otros) repercute inevitablemente en la individualidad de cada ser vivo que habita la Tierra. Y el escritor, por ser escritor, no está exento. Si el escritor madura, naturalmente verá su texto de hace un año, un mes o un día atrás con otros ojos; naturalmente, las consecuencias de su madurez pujarán por verse reflejadas en sus producciones. No nos hace falta el fracaso para querer mejorar un libro ni tampoco se trataría de perseguir constantemente la perfección; el escritor es, por naturaleza, un ser humano y después un artista, por más que hoy por hoy sienta que no puede ser si no es siendo artista. Primero nació ser humano; luego, se forjó como artista en el seno de una cultura dada. Y nacemos para crecer. Crecemos y —en teoría al menos— “evolucionamos”; es natural que el escritor no pueda escapar a sus ansias por querer que su trabajo crezca y evolucione con él. “Escribir, traducir y leer, decía, parecen ser, a pesar de sus diferencias, quehaceres a cargo de gente que no para de delegar responsabilidades”. Durante mis años de estudio en el Traductorado de inglés, era requisito infaltable antes de encarar una traducción figurarnos a quién estaría dirigido el texto traducido. Lo cual nos fastidiaba un poco, porque como estudiantes prácticos del siglo XXI, la mayoría quería poner manos a la obra, traducir “y punto”. Ahora bien, el texto de Cunningham me obliga a reflexionar y me pregunto: ¿acaso hay un punto más allá del que pone mi mano cuando escribo, cuando traduzco? ¿Existe un punto final auténtico, gracias al cual el escritor se desliga por completo de su texto, y el traductor de su traducción? ¿Y si los puntos también son abstracciones, casi meras ilusiones? Lo cierto es que ningún lector que haya estado siguiendo un libro a conciencia termina de leer, lo cierra a sangre fría y retoma su rutina como si nada. No en realidad. La mente, siempre crítica, suele invitar a la reflexión, al cuestionamiento, a la conmoción, al antojo de continuar imaginando personajes o confabular un ensayo que contradiga al autor. Entonces, el punto final en el círculo escritor-traductor-lector no existe. Ni siquiera el lector, receptor tal vez último del texto, puede dar un punto definitivo al proceso. No puede hacerlo simplemente porque no puede evitar reaccionar de algún modo al texto que le llega: reacciona leyendo más sobre el tema, escribiendo sus pensamientos al respecto, comentándolo con un conocido, o solo imaginando y traduciendo. Incluso podría decirse que el punto final contiene, en cierta forma, a los suspensivos, esos que nos invitan a elevar nuestra percepción del texto lo más alto posible y pensar. El lector en su rol de “lector final” solo daría un fin virtual al proceso descrito por Cunningham, si bien él mismo afirma: “[…] El lector representa el paso final en la vida de traducción de un libro”. Cuando Cunningham se dispuso a escribir Encontrados en la traducción, inevitablemente tradujo sus ideas y sus propios pensamientos en palabras, y luego su texto fue publicado por el New York Times. Después, el traductor Joaquín Ibarburu retomó su texto y lo tradujo al español para acercarlo a los lectores de Revista Ñ. Como receptores “últimos”, los lectores retrabajamos el sentido del texto y reflexionamos a partir de él. Así, escribir, traducir y leer (cuesta ordenarlos en un supuesto orden de aparición, y bien se podría señalar que quien escribe ha leído ya, y quien traduce ha leído de antemano, y leerá después, y escribirá la lectura al traducir, como diría Roland Barthes); escribir, traducir y leer, decía, parecen ser, a pesar de sus diferencias, quehaceres a cargo de gente que no para de delegar responsabilidades, personas que continuamente encomiendan el final de su trabajo a terceros: el que escribe delega en el que traduce, el que traduce en el que lee, el que lee en el que escribe… En síntesis, podría calificarse de irresponsable —¡paradójicamente irresponsable!— a todo aquel que lleve a cabo cualquiera de estas tres tareas... ¡Vaya conclusión la mía, qué disparate! Pero si así fuera, si tanto escritores como lectores como traductores no fuéramos más que unos irresponsables, precisamente por delegar en otros la completud que nunca acaba de llegar, ¡qué digna me siento de ejercer los tres roles! ¿Y usted? ◘ ◘ ◘ Artículo publicado originalmente en De Artículos y Revisiones, enero de 2011. TAMBIÉN PODRÍA INTERESARTE • 13 de junio: ¿por qué se celebra el Día del Escritor? • Toda la literatura es producto de la traducción: un ensayo al rescate del traductor como benefactor • Encontrados en la traducción • Found in translation • Mi ensayo sobre traducción literaria • Escribir la lectura de Roland Barthes Delfina🍊 #HablemosDeMarketing #MarketingParaTraductores #ACMEparaTraductores #orangepower🍊 #orangepowerDMH🍊 Delfina Morganti Hernández es traductora creativa, correctora e intérprete de inglés y español matriculada en el Colegio de Traductores de la Prov. de Sta. Fe, 2.ª Circ. y miembro de la Asociación de Profesionales en Marketing (APMKT) de Rosario. Sus principales áreas de trabajo son Marketing y Publicidad, Recursos Humanos, Educación y Legales. Asimismo, traduce y corrige textos de Periodismo Digital, Turismo, Ficción y Crítica Literaria. Es autora del ebook sobre traducción literaria: “Objetividad. Fidelidad. Invisibilidad. Un ensayo a propósito del discurso de la traición en traducción literaria”. Actualmente, cursa sus estudios en Publicidad y en Letras, y es colaboradora en el rol de community manager ad honorem del programa de radio online Traductores, al Aire! Más info
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