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Crónicas de una traductora literaria en Buenos Aires

14/5/2017

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1
UN LUGAR LLAMADO DESTINO

Imagen
A mitad de camino entre el Instituto Lenguas Vivas “Juan Ramón Fernández” y el hotel, hay un lugar llamado Destino. No es grande y tampoco llama demasiado la atención si uno lo compara con los negocios que adornan Avenida Pellegrini entre Arenales y Posadas.
    Son las siete y veinte de la tarde. Ya está oscureciendo en Buenos Aires. Sin dudarlo, entro a Destino porque llegué hace unas pocas horas y necesito una lágrima para contrarrestar los efectos de estar pisando un suelo casi desconocido.
    El bar está casi vacío, así que elijo una mesa de cuatro y opto por sentarme del lado que permite ver andar la calle y la gente pasar. Apenas empiezo a desplegar mi arsenal para escribir, se me acerca un muchacho para tomarme el pedido. Una lágrima, grande, y una medialuna dulce.
    Aprovechando que alguien interrumpió un ritual que hace bastante que no me daba el lujo de iniciar en público, dejo la cartuchera y el cuadernillo a un costado y me detengo voluntariamente a observar el lugar y la avenida desde mi rinconcito en Destino. No hay mucho para ver hasta que, a dos mesas de distancia, pero en otra fila, descubro a dos estudiantes, también en una mesa de cuatro, hablando mitad en inglés, mitad en español. Aparto la mirada y aguzo el oído. Están debatiendo sobre cómo traducirían al español una frase que aparece en una novela en inglés. Hablan de traducción y literatura o, lo que es lo mismo, de traducción.
    —¿Pero te parece que lo diríamos así? — pregunta una de ellas, la más despierta, y se contesta— No, nosotros no lo diríamos así acá.
    La otra asiente o niega con la cabeza o hace que busca algo en Internet. No sé si es indiferente o si en verdad no sabe bien por dónde meter bocado. Entonces me pregunto, ¿se puede traducir de a dos? ¿Existe la coautoría en la vida real?
    Llega mi lágrima con la medialuna y, por un momento, me distraigo. Al reanudar la escucha, entiendo que están buscando equivalentes para la frase set along en relación con unas casas que, según aparecen en la ficción, están rodeadas de árboles. Estoy tentada de proponerles un sinónimo a las expresiones que ya han debatido, pero me digo que no corresponde. Hasta que me animo y les hablo, desde mi mesa, que está en diagonal a la suya, justo en el vértice opuesto.
    La estudiante que venía pensando en voz alta habla tan fuerte y está tan empecinada en resolver el asunto que ni me escucha. La otra tampoco. Y yo las entiendo. Están inmersas en ese maravilloso momento en que a los traductores se nos escapan las palabras aunque las tengamos en la punta de la lengua porque lo que nos conmueve y, al mismo tiempo, nos engaña no es la lengua ni la mente ni la operación en sí misma, sino la ambición que todos sentimos alguna vez —muchos, unas cuantas— de querer dar en la tecla al traducir literatura, como si fuera posible trabajar con equivalentes absolutos.
    Les doy unos segundos de gracia y retomo la osadía.
    —Chicas —levanto la voz para asegurarme de que, esta vez, no se me escapen.
   Cuando la más sumisa de ellas gira levemente sobre la silla para mirarme, le propongo dos sinónimos. No son tan buenos, pero no importa. El punto era encontrar una excusa interesante para entablar conversación y hacerme lugar en un debate que no me incumbe.
    La estudiante que me presta algo de atención esboza una sonrisa tímida cuando, acto seguido, le digo que me disculpe por interrumpirlas, que no pude evitarlo. Me responde algo así como que la intervención es bienvenida. Tu compañera no parece opinar lo mismo, tengo ganas de decirle, porque la otra, en realidad, ni siquiera hace contacto visual conmigo; no existo.
    Desvío la mirada en un ademán de misión cumplida y no digo nada más. Ellas retoman el debate y yo aprovecho a retomar la lágrima que se está enfriando y a probar la medialuna. No es tan rica la medialuna, pero es mejor de lo que esperaba. Entonces caigo en la cuenta de las vueltas del destino. El bar, las estudiantes que trabajan en una traducción literaria y yo, a unas cuadras del Lenguas Vivas. El cuadro se me presenta como una metamorfosis de las coincidencias en causalidades. Ahora el viaje no podrá ser en vano, me digo; este instante lo anticipa. Tengo que escribir sobre este instante. Tengo que empezar una serie de relatos sobre una traductora rosarina que ha venido a Buenos Aires luego de quedar seleccionada, junto a otros traductores, para participar en un proyecto que desconoce casi por entero, pero que atrae por donde se lo mire.
    Consulto el reloj y pido la cuenta. La estudiante más tímida también está recogiendo sus cosas; la otra, la charlatana que a mí me negó la palabra, parece que se va a quedar un rato más trabajando en la traducción. Hace bien; no hay que conformarse.
    Recorro una vez más el bar con la mirada. Cuando viene el muchacho a cobrarme le pregunto el horario de atención, sabiendo que, probablemente, no vuelva a entrar a Destino porque momentos como este es difícil que se repitan y, en realidad, prefiero que no se repitan, así me hago creer que la escena quedará intacta en mi memoria hasta que yo termine de escribirla.
    Al salir del bar se respira una noche fresca, algo húmeda, de esas en las que una remera de mangas largas no alcanza pero un buzo de algodón estaría de más. El tránsito sigue igual, constante, y todavía hay bastante gente caminando por la vereda ancha sobre la que nos encontramos Destino y yo. A pesar del dolor de cabeza, emprendo el camino hacia calle Santa Fe para no quedarme con las ganas de transitar un poco la ciudad de noche. Mañana empieza la verdadera aventura y, con ella, el ritmo vertiginoso que vaticina la agenda de la Escuela de Otoño de Traducción Literaria.
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